Marinella Terzi, nuestra entrevistada en esta ocasión, además de Premio Cervantes Chico 2005 por su reconocida labor como escritora de literatura infantil y juvenil, es traductora y editora, faceta en esta última en la que destacan sus 21 años en Ediciones SM, donde coordinó uno de los referentes de los libros para niños y jóvenes: El Barco de Vapor. Una triple faceta que ha aportado muchos libros y que nos ofrece una gran oportunidad para ver desde varios puntos de mira la relación de los niños con sus primeras lecturas, el papel de los padres en la recomendación (que no imposición) de libros y la importancia no totalmente reconocida de los escritores y editores del sector. Las primeras lecturas de la propia Terzi vienen marcadas sobre todo por Michael Ende (como los dos libros de Jim Botón que ilustran el arranque y el final de esta entrevista), uno de los varios autores prestigiosos que ha tenido la oportunidad de traducir y adorar. Los interesados en saber más en Marinella Terzi pueden acercarse a su web oficial, leerle sobre los temas más variados en su blog El té de las cinco. Antes de eso, el lector tiene aquí de disfrutar de sus respuestas a unas preguntas que se quedan pequeñas ante las que le han hecho en su contacto con los lectores más pequeños...
“¿Le
gusta escribir?”
... le preguntaron varios niños en alguna ocasión que usted
estuvo de visita en colegios. Menuda pregunta ¿no? En esos encuentros se habrá
llevado muchas sorpresas que desmontan un poco la inocencia con la que
supuestamente afrontan los niños la lectura de sus obras y de la literatura en
general. ¿No es así?
Siempre me han preocupado las palabras y la
interpretación que cada uno hace de ellas. Cuando me hicieron esa pregunta,
pensé que era una obviedad: llevaba casi una hora hablando con entusiasmo del
acto de escribir y de mis libros. Pero después… después le he dado mil vueltas
y creo que tiene un componente de asombro y también de respeto. Durante los
encuentros con los lectores hay muchas preguntas que se repiten, pero de pronto
surge algo especial, distinto, que te hace recordar lo bonito de tu profesión y
te da fuerzas para seguir caminando. Y, a veces, mucho más que en las preguntas
hallas esa chispa en las miradas de algunos niños. Son miradas reflexivas, de
admiración, y también de esperanza ante un futuro que de pronto ven al alcance
de la mano. De hecho, muchos de esos niños me dicen a la salida, en voz muy
baja, con emoción: “Yo también voy a ser escritor.”
¿En
alguno de esos encuentros le ha comentado algún niño que algo de lo que usted
ha escrito le ha sucedido a él?
En general, yo hablo de personas de carne y
hueso a las que, en principio, les ocurren cosas cotidianas. En ese sentido,
los lectores se sienten identificados con mis personajes, establecen empatía
con ellos. Pero, en su mayor parte, están más interesados por saber si esos
hechos me han sucedido a mí. Muchos, sobre todo los más pequeños, se toman la
historia al pie de la letra, casi como una biografía de su autora. Yo trato de
dejarles claro que, en ocasiones, puedo partir de un hecho real pero siempre
acabo transformándolo con el poder de la imaginación -no con una varita mágica-
para alejarlo de la realidad y convertirlo en literatura.
Muchos
autores cuando escriben piensan en unos interlocutores, sus hijos, su sobrino
(como en el caso de Rodari), aunque también debe haber casos en que se imaginan
dialogando con ellos mismos de pequeños. ¿Quién es su piedra de toque?
No pienso en ningún niño en concreto, pero sí en
una colectividad: la de los lectores. Les cuento la historia a ellos: esos
lectores con los que converso en los centros que visito habitualmente. Son
ellos los que dan vida a mis libros al descubrir las historias que estos encierran.
Por eso, siempre trato de hacerles comprender la importancia de su estatus de
lector, que se den cuenta de que un libro sin un lector no es nada.
¿Cómo
fue la pequeña Marinella, como niña, como lectora?
Una niña reflexiva, con mucha vida interior.
Imaginativa y emotiva, también. Alguien capaz de llorar cuando la desbordaban
los sentimientos de personajes inventados, “instalados” tanto en sus propios
juegos -eso ya era creación- como en los libros y las películas de otros, con
los que empatizaba. Me gustaba leer y en casa se daba rienda a mi afición como
algo natural porque los libros, los periódicos, las revistas y los tebeos
formaron parte de la familia desde siempre.
A
propósito de El hijo del pintor, que novela la infancia del escritor
Michael Ende, usted comentó que durante su infancia ya había estado venerando,
sin saberlo, dos libros suyos. Seguro que más de una fascinación, y no solo
literaria, habrá recuperado de otro modo en su etapa adulta, en sus múltiples
facetas como escritora, traductora, editora… ¿Recuerda alguna de ellas?
Sí, Jim
Botón y Lucas el maquinista y Jim
Botón y los trece salvajes son dos libros que leí con ocho o nueve años y
que me impactaron sin saber entonces nada de su autor, al que “descubrí” muchos
años después, gracias a La Historia
Interminable. En mis lecturas infantiles había también libros de Montserrat
del Amo, de la que, en mi etapa como editora, tuve el honor de publicar La casa pintada en la colección El Barco
de Vapor. De pequeña leí también Bimbulli
de Mira Lobe, y “me enamoré” de aquel muñeco de tela que me fabricó mi madre en
seda rosa, siguiendo las instrucciones de las guardas del libro. Muchos años
después, pude publicar varios libros de esa autora austriaca y mi primera
traducción fue precisamente de una de sus obras: Ingo y Drago. Las fascinaciones que sentía de niña -jugar durante
días a ser espadachín tras ver la película El
prisionero de Zenda o “enamorarme” de personajes literarios- se fueron
pasando con los años. Pero en mis libros sí está muy presente el respeto que
siento desde siempre por el arte y los creadores: pintores, escritores,
cineastas, escultores… Una muestra palpable es la novela Falsa naturaleza muerta. Y también, el impacto que me han producido
ciertos lugares. México, por ejemplo, que me llevó a escribir ¿De vacaciones en México?. En
definitiva, a través de mis vivencias personales trato de contagiar el interés
por la cultura y por las personas, aunque vivan a kilómetros de distancia.
Habrá
muchos que le habrán leído sin saberlo, pues usted atesora una gran trayectoria
como traductora. De hecho, los admiradores de Michael Ende o de Christine
Nostlinger, dos referentes de la literatura infantil y juvenil en lengua
alemana, a buen seguro que han tenido en sus manos algún libro de estos autores
vertido por usted a lengua castellana. Desde esa posición seguro que nos sabrá
describir cómo escriben ambos, con qué elementos se acercan al lector… ¿Cómo
son esos autores? Y para quien no los conozca, ¿qué obras recomendaría de ellos
y en qué orden?
De Michael Ende recomendaría cualquier obra
porque estoy segura de que todas -de las que he leído una gran parte- tienen
siempre algo peculiar, diferente, que deja huella en el lector. Ya sean álbumes
ilustrados, novelas juveniles o ensayos. Para mí su obra es el ejemplo más
claro de que la fantasía bien hecha se aleja totalmente del mero
entretenimiento y del escapismo. Su literatura es muy divertida, llena de
diálogos chispeantes e ingeniosos que provienen claramente del dramaturgo que
llevaba dentro, y al mismo tiempo, reflexiva y absolutamente crítica con el
entorno. Pero, por dar un título concreto, elijo El secreto de Lena, que traduje en 1991. La historia
parte de una idea casi irreverente: una niña que decide dar un escarmiento a
sus padres porque está harta de que no la obedezcan. Así que los vuelve
pequeños, para que sufran y se den cuenta de lo injusto que es depender siempre
de las decisiones de otros.
En cuanto a Christine Nöstlinger, tiene
una producción amplísima que yo no conozco ni mucho menos al cien por cien. Pero
recuerdo con mucho cariño ¡Que viene elhombre de negro!, donde aparece una madre de psicología equivocada que
sufre en carne propia los miedos que pretende inculcar a su hijo. A mi modo de
ver, la literatura de Nöstlinger suele ser sencilla, familiar y muy humorística,
y eso la conecta fácilmente con los niños.
Hay
mucha gente que piensa que con cuatro palabritas, algún diminutivo y algo de
imaginación se construyen historias para niños. Escribir para niños, y para
diferentes edades de niños, es bastante más complicado de lo que parece, ¿no?
¿Qué consejos le daría a quien quisiera adentrarse en este mundo como escritor,
además de leer mucha literatura infantil y juvenil? ¿Cómo afrontar el tono, las
diferentes edades del niño que va a leerlos, etc?
Esas creencias equivocadas nacen fuera del
ámbito de la literatura infantil y juvenil. Nunca he comprendido que este oficio
no se valore como merece cuando gran parte de la responsabilidad de que los
lectores del futuro lean se gesta en las obras infantiles y juveniles que tuvieron
al alcance de la mano en su niñez. Los libros para niños deben ser esas obras
mágicas que prenden la mecha e inoculan el hábito lector ya para siempre. Y,
por tanto, es evidente que no pueden ser ni cursis ni ñoños, ni sonar a
discurso didáctico de un adulto que pretende enseñar al que no sabe. Creo que para escribir para niños y jóvenes
es necesario ser honesto, ser natural, ser dinámico y, por supuesto, tener una
buena historia y unos personajes de peso. También es imprescindible cuidar el
lenguaje, como lo cuida cualquier escritor que se precie. Yo recomendaría ser
preciso y conciso, ni andarse por las ramas ni dormirse en los laureles, ni
sentar cátedra; nunca. ¿Las edades de los destinatarios? Vienen dadas por el
argumento, por el tono y por el vocabulario. Casi me atrevería a decir que es
algo de sentido común, pero de todas maneras no son los autores los que deben
preocuparse especialmente por ellas. Son los editores quienes asignan los
textos a los distintos niveles, y se trata de algo meramente orientativo, más
dirigido a los mediadores que a los propios niños.
Usted
también es editora y sigue periódicamente la actualidad de lo que se publica a
través de excursiones a librerías. Cuando se detiene frente a las estanterías
¿qué suele buscar?
Para ser sincera, es algo que hago cada vez
menos, porque cuando lo hago salgo con un sabor amargo de las librerías. La
oferta es tan amplia y, en muchos casos, tan similar, que acabo verdaderamente
mareada. Y, por encima de todo, la colocación de los libros es injusta. Ante
tal avalancha de libros, el espacio es mínimo y los libreros deben apostar por
dar rango de honor -es decir, colocar en las mesas de novedades- a los títulos
más comerciales, más promocionados y con más posibilidades de venta, ya de
antemano. De este modo, los libros de fondo, los más especiales, los de
minorías… se apelotonan en los “lineales” -así llaman los comerciales a las
estanterías- que nadie ve. Es casi milagroso, por tanto, que un cliente le dé
una oportunidad a uno de esos libros. En fin, es la pescadilla que se muerde la
cola y un problema que no tiene fácil solución en el mundo de la oferta y la
demanda.
Cuando
compro libros suelo llevar a mis hijos y acabamos comprando cosas que a ellos
les llaman la atención y alguna cosa que yo considero que ahora o más adelante
les pudiera interesar. Uno de las grandes cuestiones que nos planteamos los
padres es a la hora de acertar con la edad. Los míos son muy pequeños y aún le
atraen más las ilustraciones que las palabras, pero imagino que llegando a la
preadolescencia, la dificultad en acertar con el libro debe ir en aumento. Ese
es un tema que deben tener muy por la mano a la hora de editar un libro, de
idear uno para una colección enfocado para una edad determinada. No le pido que
me dé trucos profesionales, pero sí alguna consigna.
La lectura es una afición en la que cada lector
se guía por sus gustos personales, y así debe ser. Cuando los niños son
pequeños, los padres, familiares y profesores cumplen una función de
prescriptores fundamental. Orientan sus gustos y eligen el libro que puede
interesarles. Pero a medida que los chicos crecen, es lógico que sean ellos
mismos los que escojan en la librería. Todos sabemos que obligar a leer no
suele tener muy buenas consecuencias. Sí recomendar, siempre que el futuro
lector de la obra confíe en esa persona que le habla con entusiasmo -y esa es
la clave- de un libro interesante. El entusiasmo hace maravillas y es
contagioso. Por su parte, las editoriales tienen la gran responsabilidad -y más
si publican para niños- de hacer libros de calidad, visualmente hermosos, y que
conecten con su público. ¿Libros que entretengan? Desde luego, pero también que
hagan pensar. El libro ideal, para cualquier edad, es el que engancha al
lector, le remueve por dentro y produce una progresión en él. Un editor debe
tender siempre a la búsqueda de ese libro ideal, aun sabiendo que el mercado le
obliga a veces a hacer concesiones.
En
varios lugares he leído/escuchado que el punto de partida de los álbumes
ilustrados para niños suelen empezar a crearse por el texto y luego viene la
ilustración, aunque luego ésta sea la que hace que el libro llame más la
atención. ¿Es eso cierto?
Cada proyecto nace de una manera diferente y
todas son válidas. Si texto e ilustración son de la misma persona, el autor
puede empezar indistintamente por uno o por otra o, incluso, compaginar los
dos. Y lo mismo sucede cuando se trata de un autor y un ilustrador que ya se
conocen de antemano y se lanzan a crear un proyecto conjunto. Pero en muchos casos, un escritor crea un
texto y lo manda a una editorial. Allí, si los editores lo ven apropiado y
deciden publicarlo, eligen un ilustrador que encaje con el estilo del autor y
le encargan unas ilustraciones que se adapten a las características de la
colección en la que se va a publicar el libro. Desde mi punto de vista, es muy
importante que texto e ilustraciones vayan de la mano, que haya una uniformidad
entre ellos. A veces, cuando abres un álbum ilustrado, te das cuenta de que
texto y dibujos te cuentan cosas distintas y eso produce desconcierto en el
lector. Entiendo que la ilustración no debe ser un mero calco del texto. Puede
aportar más información, pero no, desde mi punto de vista, ir por su cuenta y
riesgo, caminar por unos derroteros que tal vez sean muy creativos y muy
artísticos, pero que no tienen nada que ver con la obra de la que parte. Porque
el argumento lo dicta el texto, no las ilustraciones.
He de
confesarle que en muchos casos después de llamarme mucho la atención la
ilustración, me ha decepcionado el texto. A mí personalmente me decepciona una
idea demasiado simplista, de demasiadas buenas intenciones y sobre todo el
excesivo didactismo. ¿Qué le suele decepcionar de los textos que lee, ya sea en
librerías, en los textos que hayan llegado a su mano en su labor editorial...?
Los álbumes ilustrados entran por los ojos. Las
imágenes son lo primero que vemos, pero vuelvo a lo anterior: deben estar en
sintonía con el texto del que parten. Que un texto sea corto no implica que
deba ser simplista. Escribir un álbum es tan difícil como escribir un relato
para adultos. En un texto corto todo está medido y es necesario, no hay nada
superfluo. En un texto corto ningún autor se puede permitir momentos de bajón
como los que tienen casi todas las novelas antes o después. Casi me atrevo a
afirmar que el clímax debe ser continuo.
Por consiguiente, huyo de los textos planos, del didactismo, de lo
políticamente correcto, pero también de lo pretencioso. Y busco lo
sorprendente, lo original y la belleza, que muchas veces es mucho más sencilla
de lo que pudiera parecer. Por otro lado, hay que hacer comprender a muchos
adultos que un álbum ilustrado no siempre es sinónimo de “libro para niños
pequeños”. Hay muchos álbumes que por su complejidad formal y artística pertenecen
al mundo de los adultos.
Sus
protagonistas más pequeños, como los de Cuando juego... se imaginan piratas a partir de una caja de cartón.
Los de sus libros juveniles escriben diarios. Todos tienen su forma de
reflexionar sobre su entorno y convertirlo en imaginación y palabras. Un
entorno que en el caso de sus obras juveniles no huyen de temas como las drogas
o la muerte. Mis hijos más pequeños estos días cuando ven la foto de alguien en
televisión preguntan si ese chico es el de la bomba. Supongo que comparte
conmigo que lo peor que podemos hacer con nuestros hijos es
evitarles/esconderles estos temas. Pero, ¿cómo abordarlos? ¿Hay debate al
respecto entre autores y editoriales?
Me ha preocupado siempre el día a día de nuestro
mundo y las relaciones que se establecen entre las personas. Mis libros son
crónicas de la vida. Este interés posiblemente me venga dado por mi relación
con el periodismo, la carrera que estudié y que me llevó a trabajar en la
redacción de un periódico durante un tiempo. Los niños no viven aislados en sus
casas, forman parte del mundo y conocen desde muy temprano lo bueno y lo malo
que hay en él. Si pretendemos encerrarlos en una isla de felicidad para que no
sufran, el día que el sufrimiento llegue inexorablemente los encontrará
desprotegidos. Solo hay que contarles las cosas con delicadeza, a pequeñas
dosis y de manera que ellos las puedan asimilar. Todos mis libros, desde los
dirigidos a primeros lectores hasta las novelas para jóvenes, reflejan la
realidad y, por tanto, tienen momentos de tristeza, pero también momentos de
risa y mucha esperanza.
Usted
fue galardonada con el Cervantes Chico, la máxima distinción en España a un
autor de literatura infantil y juvenil. ¿Se siente usted candidata a la máxima
distinción mundial, el premio Andersen, que se falla cada dos años? ¿Qué
autores cree que podrían ganarlo en los próximos años o que a usted le gustaría
que lo ganaran?
Para mí recibir el Premio Cervantes Chico fue un gran soplo de ánimo que me vino especialmente bien en el momento de crisis en el que me encontraba. Fue un gran honor que guardo en mi corazón como un tesoro. Pero ¿el Andersen? Honestamente, no. Tengo muy poca producción para ello y, sobre todo, hay muchos autores con una obra muy consolidada que lo merecen más que yo. No he entendido nunca por qué no lo ganaron en su día Michael Ende o Roald Dahl y pienso que por lo menos habría que otorgárselo a los dos a título póstumo.