VÍCTOR MORENO BAYONA, a quien dedicaremos próximamente reseñas de sus obras y de cuyo perfil puede el lector informarse en este enlace, Doctor en Filología Hispánica, ha compaginado desde 1972 su labor de profesor y formador de profesores en las diversas etapas educativas con la crítica literaria y la escritura de libros en los que reflexiona sobre muy diferentes aspectos relacionados con la lectura y la escritura, que van en la búsqueda de sugerencias, más que recetas, de cara a la creación, y mantenimiento, de nuevos lectores y escritores. Para ello, fomenta desde las aulas una triple competencia (lingüística, literaria, cultural) que vaya más allá de los saberes memorísticos y de un acercamiento a la lectura o la escritura (que considera poco reivindicada desde las instituciones) desde la práctica y la actitud lúdica, lejos de imposiciones y obligaciones. Cree en los beneficios de la lectura, pero no en que estos beneficios se traduzcan en convertir a los lectores asiduos en mejores personas. Su vasta obra alberga aspectos muy diversos que se mueven casi siempre alrededor de las relaciones entre autor/texto/lector. Un esquema que va más allá del que nos han enseñado siempre en las clases de lengua: emisor/mensaje/receptor. Aquí han de sumarse contextos e intenciones y de hecho todo esto no parece un circuito cerrado ni mucho menos unidireccional que va del autor al lector.
Durante mucho tiempo, el lector no ha tenido demasiada importancia
y se primaron las “intenciones” del autor y “lo que decía” el texto como
centrales. Así en las clases de literatura se ha seguido hablando de la vida y
obra del autor, y las preguntas sobre comprensión lectora parecen más aquellos
libros-juego de niños en los que hay que buscar dónde están los cinco monos escondidos.
Usted abomina de preguntas como “¿Cuál es la idea general del texto?”.
… la idea general, la principal,
la secundaria y la más importante. Es que no suele darse un aprendizaje
específico de las ideas. Ni siquiera se enseña qué es una idea. Se sobreentiende
que el niño ya sabe lo que es una idea y cómo se forman y qué relación se da
entre ellas. Pero lo cierto es que hay muchos niños que confunden hechos e
ideas. Y está, por supuesto, la jerarquización que se da entre las ideas.
Jerarquización y subordinación. Una abstracción difícil de asimilar por niños
que se encuentran en el estadio evolutivo que Piaget llamaba “pensamiento
concreto”. Y, si para colmo esto se enseña, pero no se aprende mediante
prácticas, el problema resulta más grave.
Hay que enseñar qué es una idea, cómo se distinguen en un texto,
cuál es la relación entre ellas… Y todo ello de forma procedimental, no
mediante el habitual verbalismo profesoral. Si no existe este aprendizaje, es
una aberración hacer preguntas sobre las ideas y su naturaleza. Lo que no se
enseña, no se puede evaluar. Y nos pasamos la vida cometiendo esta barbaridad
metodológica: evaluar no lo que se enseña. De golpe y porrazo, preguntamos a
los niños cuál es la idea de un texto sin que previamente haya existido un aprendizaje
sobre dicha materia. En muchos textos, las ideas hay que deducirlas porque
están implícitas, pues se derivan de los hechos, como sucede en los textos
narrativos. Una tarea deductiva difícil que es necesario practicar una y otra
vez.
Otras
teorías condujeron a la idea de que el verdadero autor de los textos era el
lector. Tampoco es cuestión de pasar al otro extremo, ¿no?
No. Y tampoco el lector es co-creador del texto, como dicen
algunos. El lector es un yo escindido en diversas ramificaciones identitarias
que se enfrenta al poder cognitivo, lingüístico, metafórico y ético de un
texto. Un tipo de lector, de los varios que existen en nuestro interior, tiende
a fagocitar los textos en función de su propia constitución afectiva y mental,
y cualquiera puede advertir de los peligros que esta tarea entraña a la hora de
pervertir el sentido de lo que hay en el texto.
Pero conviene indicar que el sentido del texto no está ni en el
texto, ni en el lector. Está en la interacción que se establece entre ambos. En
función de cómo somos leemos, porque, al final, nos leemos. Y da lo mismo lo
que leamos. El yo es tan potente y tan egocéntrico, que diluye cualquier
información en sus propias babas semánticas y existenciales. Nunca se comprende
un texto. Siempre son aproximaciones. Y nos gustan más aquellas que completan
nuestro sentido interpretativo. La cantidad variada de interpretaciones que
generan los diversos contextos individuales y sociales de interpretación en que
se mueve la persona lectora, debería llevarnos a ser más cautos y más
prudentes.
Me parece sugerente la comparación escuchada en una clase de
análisis del discurso hace ya algunos años en la que se establecía que la
relación entre autor/texto/lector era la equivalente a la que podría darse entre
urbanista / ciudad / usuario de la ciudad. En esta ciudad el urbanista ha de
haber previsto todas las posibles variables para su uso porque incluso una
misma persona puede recorrer una calle en calidad de peatón habitual de la
ciudad (y se fijará en los pasos de cebra, en el nombre y en el número de las
calles hasta llegar al número que le interesa, en el estado de los adoquines
para no caerse, en si hay bancos para sentarse, entradas de metro...), en
calidad de peatón turista (señales hacia los monumentos importantes, hacia el
centro histórico, mapas de ubicación) o de conductor de coche (semáforos,
señales de stop, acceso a párquin, etc.). Es obvio que un mismo texto no es
igual para quien lo lee para preparar un examen, que el que lo lee por placer,
que el que lo lee para corregir sus faltas ortotipográficas o quien lo lee para
documentar un tono, una ideología, una forma de hablar de una época concreta...
¿No cree que el mejor estudio de las diversas intenciones del
lector por el mundo educativo puede mejorar el fomento de la lectura? ¿Más que
el fomento de la lectura no se debería estudiar y fomentar mejor la motivación
hacia la lectura? ¿No cree que ese fomento se ha hecho de forma demasiado
“universal”?
La manera que tenemos de leer está en función del fin que nos
hemos propuesto a la hora de hacerlo. Los objetivos de la lectura dentro del
sistema educativo están pervertidos por el afán pedagógico y moral que los
adorna. El abanico plural de objetivos lectores está totalmente jibarizado por
el afán productivo escolar. Y así no es posible despertar y mantener la afición
por leer, ni por nada. El sistema educativo es una variable importante en la
descomposición de esa inclinación, pero no está solo. La propia sociedad es un
asco en relación con los valores que propugna y que nada tienen que ver con los
valores que cultiva la propia lectura. La motivación lectora está supeditada a
la competencia lectora de cada persona, pero hay que reparar en que aun
teniendo una excelente capacidad lectora no se colige de ello que uno se haga
lector. Hay muchas personas que teniendo un desarrollo óptimo de dicha
competencia, no son lectores. Por lo tanto, hay algo más que se nos escapa a la
hora de que las personas se hagan lectoras. Para colmo, cada persona es única e
irrepetible en este recorrido. No existe el lector universal. Precisamente,
este será uno de los defectos estructurales más notorios del sistema educativo:
tratar a todos los niños del mismo modo. Se parte del falso a priori de
considerar que todos los niños tienen que hacerse lectores, porque sí. Esto es
un idealismo tan falso como violento. No todas las personas están llamadas a
ser unos Borges ambulantes. Los caminos de la perfección ética del individuo no
están en los libros, sino en las relaciones dialécticas que establecemos con
las personas. La mayoría de los supuestos valores que desarrolla la lectura no
son específicos de ella y, menos aún, lo son de forma exclusiva y
excluyentemente. Leer es importante para la vida de ciertas personas, pero
conviene señalar que más allá de la lectura existe vida inteligente.
En diciembre el gremio de editores se felicitó porque había una
tímida subida en su sector, aunque lamentó que el 40 % de la población hubiera
declarado no haber leído nunca un libro. No parece que estén dando demasiado
resultado las campañas de fomento... Ese dato, por cierto, esta estadística del
pobre porcentaje de lectura salió en los medios el mismo día en el que un
sondeo hablaba de un 40 % de indecisos en las elecciones. Al dar las dos noticias
no establecieron una conexión entre ellas. ¿La ve usted?
No. Sería caer en un conductismo deleznable establecer ese tipo de
relaciones. Yo no he creído jamás en las estadísticas y menos las relativas a
la lectura y a los lectores, a los libros que más se leen y a las personas más
influyentes del planeta… Solo me creo las estadísticas que hablan de las
personas que más dinero tienen en este mundo. Y con cierto escepticismo.
Las campañas de fomento de lectura son ridículas y no ahondan
nunca en los problemas reales de por qué la gente no lee o por qué la gente se
inhibe a la hora de votar. Además, los organismos institucionales que las
confitan jamás obtienen consecuencias prácticas de ellas. ¿Cómo es posible que
llevemos más de cincuenta años diciendo que el 40% o 50% de la población es
lectora? Aceptémoslo, pero, a partir de ese dato hagamos lo que haya que hacer
para conseguirlo, si es que realmente interesa que la gente lea.
Las gente que no lee es tan crítica como los que se leen La
isla del tesoro todos los años, que serán dos. Se cae continuamente en un
fundamentalismo lector imperdonable al considerar que uno por ser lector será
más solidario, más demócrata, más humano y más más. Para nada. Ser lector no es
incompatible con ser un botarate o un asesino. Tampoco, con votar a la derecha
más rancia de Europa. Al contrario, seguro que entre los que votan derecha se
dan más lectores que quienes votan a la izquierda. La lectura no nos libra de
ninguna de las sevicias que son capaces de cometer los seres humanos. Es más,
entendería mejor que la gente que más lee es la que más inclinada debería estar
a no votar jamás. Pero comprendo que la intención de votar o no depende más del
frigorífico que de la almendra cerebral.
Volviendo a los cambios en la forma de entender el esquema básico
de la comunicación, veo que estos le
sirven para cuestionar también el funcionamiento tradicional en el aula y la
idea clásica de que el buen profesor es el que habla el máximo tiempo en clase
(la clase magistral, para entendernos) y el buen alumno el que sabe atender en
clase a esas palabras y sabe responder a las preguntas de su profesor. Con ese
esquema el aprendizaje del alumno no va más allá del aula y se siente
desprotegido fuera de ella. Tampoco parece que aprenda nada nuevo el profesor
en un esquema de examen y preguntas en clase como el tradicional “yo sé que tú
sabes que yo sé, pero quiero que me lo expliques como si no lo supiera”. ¿Cómo
se dan el rol de profesor y el de alumno en sus clases?
La clave está en apostar por el aprendizaje y no por la enseñanza.
En la enseñanza, nadie aprende. Ni
siquiera el profesorado, pues este se limita a transmitir un saber
burocratizado, ante el que ni siquiera se posiciona críticamente. Y cuyos
contenidos repite una y otra vez con alguna variación insustancial.
Hay que saber hacer cosas con las palabras, como indicara Austin.
No basta con saber mucho o poco sobre el adjetivo, sino saber
hacer cosas con su él. Y quien dice adjetivo, dice verbo, sustantivo y
epanadiplosis. El aprendizaje da importancia al sujeto, no al objeto, sea este
un dato o un conocimiento, más dato que conocimiento, desde luego. Si no hay
aprendizaje, el deterioro de las relaciones del alumnado con el mismo saber
avanza a pazos agigantados a medida que van transcurriendo los cursos.
Está claro en sus obras que en la relación entre profesor y alumno
no quiere interferencias como las del libro de texto. ¿Le parece algo
prefabricado?
La verdad es que el libro de texto si se utiliza de modo exclusivo
y excluyente más que ayudar, entorpece el aprendizaje. El libro de texto
pertenece al ámbito de la enseñanza, pero no al del aprendizaje. El profesorado
está obsesionado con cubrir los programas, pero los programas no se cubren,
sino que se descubren en función de una apuesta pedagógica que parta de la
afectividad y del nivel cognitivo del alumnado. Y no hay por qué tener miedo a
esta apuesta, porque, finalmente, las situaciones de aprendizaje son tan ricas
que posibilitan ramificaciones cognitivas tan sorprendentes como
enriquecedoras. El libro de texto tiene, además, un sobreañadido tóxico: en
convertirse en signo del fracaso escolar. El comienzo del desapego a la lectura
comienza con la ojeriza contra el libro de texto, que no permite más que un
saber burocratizado. Si la enseñanza gira de forma obsesiva alrededor del libro
de texto, no lo dudemos: estamos condenando al niño, no del modo fatalista,
pero sí determinista, a sufrir continuas embolias mentales producidas por el
aburrimiento y la desafección intelectual y afectiva hacia el conocimiento.
Las últimas tendencias pedagógicas (constructivismo, proyectos, el
STEM en ciencias...) promueven el uso interdisciplinar de los conocimientos, el
trabajo en equipo y el papel más activo de los alumnos en la resolución de
propuestas que ya no tienen una única solución. Aunque las clases de lengua han
introducido aspectos como la tipología de textos, la cortesía y aspectos de
contexto, parece que aún sobreviven saberes más teóricos que prácticos. Usted
es un gran defensor de los saberes procedimentales. Esos son los que van a
permitir al alumno moverse fuera del aula ¿no?
La apuesta por lo procedimental es clave, incluso para la
salvaguarda profesional. Pues el aprendizaje crea lazos de complicidad entre
profesorado y alumnado. No existe aprendizaje que merezca la pena si no se hace
por esa vía. Aprendemos cómo funcionan las cosas poniéndolas en marcha,
analizando y observando, comparando y deduciendo, aportando formulaciones e
hipótesis de todo tipo… Este modelo de funcionamiento no está reñido con la
racionalización y con los procesos mentales que hay en todo aprendizaje. Pero
lo importante es hacer cosas siguiendo planes de trabajo elaborados por quienes
se ven involucrados en ellos. Vamos a los conceptos mediante la praxis. No al
revés. Lo que se aprende mediante la actividad rara vez se olvida. En cambio:
concepto que se explica, concepto que se evapora. El profesorado se pasa la
vida dando definiciones de palabras, conceptos y sistemas. A lo largo del curso
serán decenas de definiciones. ¿Cuántas de ellas permanecerán en la mente del
niño al terminar el curso? Cero patatero. Hágase al revés y verán el resultado.
Es decir, no den jamás una definición de un concepto, incluso de los que nos
parezcan más sencillos, y procuren que lleguen a esa definición por sí mismos
mediante ejercicios adecuados. El avance será notorio.
En esa línea usted también defiende que la gran olvidada por la
escuela no es tanto la lectura sino la escritura. Las instituciones educativas
en Navarra le han escuchado. ¿Qué cambios proponía en el currículum de su
comunidad?
Se está en los comienzos, porque el enfoque comunicativo del
aprendizaje de la escritura deja muchos flecos que desear. Tiene un enfoque
demasiado académico y se busca tan solo la construcción de textos que respeten
sus cualidades formales más esenciales: la coherencia, la cohesión y la
adecuación. Pero esto no basta. Es necesario introducir la escritura desde una
perspectiva creativa, despojada de tanta evaluación, de tanta corrección y de
tanta ortografía, que más que ayudar no hacen sino poner piedras en las ruedas
de este carro todavía un tanto desvencijado.
Además, los cualidades de los textos –coherencia, cohesión y
adecuación–, siguen enseñándose, pero no aprendiéndose. Dependen todavía de la
explicación del docente y por ese camino solo se salvan los que ya están
salvados.
La escritura es, en efecto, la gran olvidada del sistema
educativo. La sociedad actual es una sociedad ágrafa. Y es una pena, porque la
escritura podría ser la plataforma ideal, no solo para hacer lectores
competentes, sino para el desarrollo de mentes muchos más críticas y más
prudentes a la hora de hablar y de intervenir. Sin sacralizarla, por supuesto.
Pues no en vano la escritura tampoco nos salva de ser unos gamberros y unos
impresentables sujetos. Para confirmarlo, basta con presenciar a algunos
escritores famosos, que aun siendo muy buenos escritores son unos auténticos
crápulas e impresentables representantes de la especie.
Fomenta el desarrollo del alumno tanto como lector como escritor.
En todo caso, ¿no debe entenderse “escritor” como “escritor profesional”?
Lo importante es leer como escritor y escribir como ese lector que
nos gustaría ser. La escritura tiene que entenderse como ese mecano maravilloso
que nos permite organizar la realidad exterior e interior del mundo y de
intervenir en él ordenándolo según nuestros criterios… Entender la escritura como una forma de
sopesar la realidad, pues a la hora de escribir es necesario templar muchas gaitas,
no solo lingüísticas. La escritura es actividad consciente, por eso hay que
saber para qué escribe uno. En el aula no se puede mandar escribir al alumnado
sin saber para qué tiene que hacerlo. Y el profesorado debe ayudarlo en el cómo
hacerlo, facilitándole técnicas, y una gramática intencional al servicio de la
función comunicativa del individuo. Cuando se sabe para qué se escribe, ya no
resulta difícil autocorregirse. En la mayoría de las situaciones de enseñanza
de la escritura, el profesorado no sabe qué corregir de los textos de su
alumnado. Se limita únicamente a indicar las faltas de ortografía y las
repeticiones de conectores. Y nada de esto es importante a la hora de
desarrollar el gusto por escribir.
Su Diccionario de escritura,
a pesar de que su título pueda dar una idea de clásico libro de referencia con
definiciones al uso, es un libro (como lo es buena parte de su bibliografía)
con un tono informal y desenfadado, no exento de humor, crítico, transgresor,
etc., en el que se ofrecen consejos, muchas citas y reflexiones sobre algunos
aspectos y formas relacionadas con el arte de escribir bien. Más que una
retórica es una invitación a recrear, a manipular, a jugar con la literatura.
¿Qué límites tiene esa manipulación?
Los que te marque la propia inteligencia creativa y ética
personales. Hay unos mecanismos que derivan de la propia retórica manipulativa,
pero otros pertenecen al cerebro imaginativo de uno. Existen muchos modos de
acercarse a los textos de los demás, pero si se quiere comprenderlos e
interpretarlos, el mejor sistema es tratar de imitarlos, transformarlos y
transcodificarlos siguiendo unas pautas y leyes precisas y exactas. Se trata de
prácticas textuales que emparentan con el juego y con la libertad expresiva, para lo cual se precisa
respetar unas reglas y un consenso explícito si se juega en grupo. Unas reglas
que el propio grupo puede establecer de antemano. Reglas y fines.
Desde esa
imitación y recreación ¿también comprendemos mejor los textos y géneros que
manipulamos, su forma de ser, el tono adecuado?
Claro. Si pretendo imitar o transformar un texto de Proust, lo
previo será leer ese texto proustiano para percibir cuáles son aquellas
valencias textuales que lo hacen singular. Una vez rescatadas, se trata de
interiorizarlas y utilizarlas para contar y escribir lo que uno quiera. A
continuación, el grupo dirá si quien ha realizado dicha imitación ha cumplido o
no con el guión propuesto.
¿Escritura
y lectura van de la mano? ¿No son facetas de un mismo proceso?
No. Lectura y escritura se rigen por facultades completamente
diferenciadas. Hay gente a la que le gusta leer y, por el contrario, no le
gusta escribir. Y al revés.
La lectura y la escritura se pueden convertir en vasos
comunicantes si así lo queremos. Podemos ir a la lectura por la escritura o a
la escritura por la lectura. Y, en este sentido, se complementan. A mí me gusta
que mis alumnos lean como escritores. Pero esto exige un tipo de aprendizaje
que nada tiene que ver con una enseñanza de la llamada literatura…
En el libro citado o en Va
de poesía, por ejemplo, no sólo se practica con las pautas de un tipo de
texto, sino que se ofrecen propuestas, dentro de ese juego, en la que ese texto
se recrea en diversos géneros e incluso se lleva más allá de la literatura: se
dramatizan textos, se leen en voz alta acompañados de música o se cantan
directamente, se reinterpretan como un dibujo o son motivo para un número de
danza. ¿Funciona para todas las edades de la misma forma?
Sí. De hecho, las actividades a las que se refiere se han
practicado tanto en Primaria como en Secundaria. Basta con hacer las
adaptaciones convenientes y necesarias en función del alumnado y del contexto.
Estas
dinámicas que propone en las clases de literatura imagino que también
condicionan la elección de los textos. ¿Quién los elige? ¿Qué grado de
participación tienen los alumnos en esa elección? Porque imagino que su modelo
mira con recelo el de las “lecturas obligatorias”.
Para nada. Distingo dos tipos de lectura dentro del aula. La
lectura que cada persona hace para sí mismo, sin cortapisas didácticas de
ningún tipo, ni siquiera las preguntas reglamentarias para poder entender lo
que dice el autor en la página cincuenta. Es una lectura libre de cualquier
ortopedia y cirugía metodológica. Uno coge un libro –el que quiera, puede estar
en el aula, en la biblioteca o traerlo de casa–, empieza a leerlo y si le gusta
sigue con él hasta terminarlo. Nada más. Esta lectura rara vez tiene lugar y
tiempo en el currículum. Y debería, porque es la lectura que más lectores hace.
Se hace en el horario escolar y debería hacerse en cualquier área del
currículum. Pues en todas las áreas se utiliza el lenguaje para transmitir
conocimientos.
El otro tipo de lectura es la que se hace para mejorar la
competencia lectora y escrita, para lo que se sigue una metodología
procedimental, alejada del rigor mortis del verbalismo y de los exámenes para
saber dónde nació Alfred Jarry y qué
obras escribió. Esta lectura complementa a la lectura personal, porque en su
práctica se van resolviendo aquellos problemas técnicos que se encontrará el
lector cuando se tropiece con un monólogo interior o un párrafo en estilo
indirecto libre. Si este alumnado escribe monólogos interiores al estilo de
Joyce o de Virginia Woolf, qué duda cabe que estará mejor preparado para
captarlos que aquel que no los ha escrito en su vida. Hay que preparar al
alumnado en el aula para que cuando lea en casa o en soledad no encuentre
ningún problema a la hora de comprender e interpretar lo que lee debido a la
presencia de una técnica literaria rara o extraña para sus ojos.
¿Usted
también decide las manipulaciones que hacer o nacen a propuesta conjunta?
Ya he comentado que al enfrentarnos a un texto con el fin de
imitarlo, de transformarlo y de transcodificarlo, hay que seguir las reglas
propias que marca la misma imitación, que puede ser seria o paródica, y que
tiene como finalidad estudiar el estilo que presenta un texto determinado. Lo
mismo habría que decir de la transcodificación, es decir, trasladar un texto matemático a un texto poético, o un
texto narrativo al cómic, al pentagrama o a la escena dramática… Las
posibilidades son inmensas. En todas ellas, quien imita, transforma o
transcodifica un texto debe de antemano mimar el texto, observarlo, analizarlo,
comprenderlo e interpretarlo… pues sabe que cuanto mejor lo comprenda, mejor
llevará a cabo sus tareas de imitador, que no de plagiador.
Queda
claro que es usted defensor de las recreaciones hechas por el lector, por el
alumno. Pero, ¿qué opina de la manipulación que se da en ocasiones para
preparar los textos de una forma determinada para adecuarlos por ejemplo a una
edad, es decir, las versiones resumidas de clásicos o las adaptaciones a un
léxico más moderno de esas obras?
En efecto. Nada de esto tiene que ver con las prácticas textuales
que defiendo en el aula. Las manipulaciones de los textos en función de unos
objetivos estéticos, morales, sociales, políticos, etcétera me parecen
abominables. La última adaptación de El Quijote por Pérez Reverte es una
aberración. Solo obedece a intereses crematísticos. No soy partidario de las
adaptaciones, pero entiendo que los cerebros de los lectores no están todos
hechos con la misma sustancia gris. De hecho, hay que reconocer que las
estadísticas lectoras de las que hablábamos anteriormente se alimentan con
personas lectoras de best sellers y no precisamente con la alfalfa espiritual
contenida en Joyce, Proust, Mann, Calvino, Pavese y Clarín. Si no se adaptaran
los Milagros de Nuestra Señora de Berceo nadie los leería y, por tanto,
nadie los imitaría, transformaría o transcodificaría. Y Berceo tiene milagros
que son incandescentes que encantan al alumnado, no para quedarse extasiados
ante su mentalidad medieval, pero sí para trasladarlos a nuestra época,
dándoles el toque que nos apetezca.
Usted ha
dedicado especial atención a la poesía, aunque también, a pesar de esa
admiración, ha dejado muy claro que es un género como cualquier otro. ¿No se la
ha colocado en un pedestal, en un lugar aparentemente inaccesible, lugar solo
para entendidos, género sin los pies en su mundo?
La sociedad y eso que llamaba Bourdieu “campo literario”, formado
por gente sabia y docta, es decir, nada sabia y nada docta, pero con muchos
resortes económicos y sociales, tiene la culpa de que la poesía no cotice en la
bolsa de las afecciones positivas de las personas. Luego está la enseñanza de
la poesía en el aula cuando ha tenido lugar. Su aprendizaje no ha existido,
pues se ha limitado a la búsqueda y captura de figuras literarias en los
poemas. No extrañe que de este modo la gente haya terminado aborreciéndola.
Pues reducir un poema a la presencia de aliteraciones, metonimias y metáforas
es no entender qué es un poema. Y, luego, como consecuencia de este hecho
primordial, está en que no se escribe.
No solo porque se considere un arte digno de dioses, sino porque,
también, en ciertas edades tiene la consideración de actividad monjil y
mojigata. ¡Idioteces! Cuando uno escribe poesía se da cuenta de la cantidad de
tonterías que se dicen en torno a ella. Desmitificarla es una tarea clave que
corresponde al profesorado, es decir, tratar de que sus pupilos imiten a
Bécquer, por supuesto, pero también a Rilke, a Lee Masters, a Cernuda y a Gil
de Biedma, por citar a algún poeta.
Un punto metodológico importante es no olvidar que la organización
textual de un poema es la misma que acompaña al resto de los textos: inductiva,
deductiva, descriptiva, enumerativa, comparativa…
También hay quien dice no entender la poesía. Este lector se puede
plantear que haya distintos tipos de novelas y novelistas y que unos sean más
santos de devoción que otros, pero parece que a pesar de que hay poetas y
poemas de muy diversa índole toda la poesía se mete en el mismo saco del “no la
entiendo”. Luego se ponen a escuchar con entusiasmo a Silvio Rodríguez sin
saber de su habilidad con la décima o a Sabina (y sus rimas interiores). ¿Cómo
combatir esos prejuicios?
No tengo ni idea. Aquí, como en botica, hay para todos los gustos
y disgustos. Entender y comprender un poema es algo que forma parte de la
capacidad de cada uno. Y, como decía Lichtenberg, cuando un libro y un cerebro
chocan, ¿quién tiene la culpa, el primero o el segundo? Los poemas hay que
leerlos en función de la propia sensibilidad. Si uno la tiene de caucho, ¡qué
le vas a hacer! Tampoco hay que
lamentarlo. Seguro que le gustarán otro tipo de textos.
Nunca se entiende nada del todo.
Lo que importa es que cada persona se quede con su propia copla,
que rescate de un poema lo que le afecta más directamente y que se libre de ese
conjunto de tonterías que se dicen acerca del verso y de sus versulerías… Las
cosas de la poesía son las cosas nuestras de cada día. Y su configuración
textual es muy parecida a la que podamos encontrar en un prospecto de medicina.
De hecho, más de un poema hicieron mis alumnos siguiendo ese esquema
compositivo del prospecto. Del prospecto y de una receta de cocina.
Hay quien
considera la poesía como una lectura (o una escritura) de adolescencia, muy
apegada al yo y a las emociones, y que quizá por ello se abandona como un
pecado de juventud.
Lo cual no está nada mal. La emoción es clave para empalmarse
poéticamente y textualmente. Sin ella, es imposible el acercamiento a la
lectura como a la escritura. Perder de vista la emoción y caer en una especie
de racionalismo irredento es peligroso. La poesía es una vía más de exploración
de la realidad. Tiene que ver con la emoción y con el conocimiento. Pues la
emoción proporciona conocimiento y el conocimiento, sentimientos encontrados o
simétricos.
Por lo tanto, el componente afectivo e intelectual se dan de forma
simultánea en su configuración. Yo siempre me he reído de eso que llaman poesía
de la experiencia… Todo es experiencia. Las especulaciones, las emociones, la
mística, la inmanencia, la transcendencia y el lacón con grelos. Si se abandona
la poesía en los juegos de la edad más o menos tardía, es, entre otras razones,
por la poca empatía social que genera. Sigue considerándose artificio difícil y
actividad propia de genios intuitivos. Cuando se trata de un lenguaje como otro
cualquiera… Pero si la sociedad no consume poesías, no solamente lo es por
razones de una compleja texualidad, sino, más bien, por razones contextuales, y
que tienen que ver con los réditos que da la novela…, pero no la poesía. El
consumo de poesía es invisible. Lo que a veces tiene un efecto perfecto en
quienes leen: considerarse seres privilegiados cuando no lo son.
La lectura en sí parece que se vuelve otra cosa una vez terminada
la etapa académica, que en muchos casos no va más allá de la ESO, y la
inserción en el mundo laboral, si hay suerte. ¿Cómo hacemos instituciones,
profesores, padres para que este paso al mundo adulto vaya acompañado de
libros? ¿Cómo pasamos del fomento al mantenimiento de la lectura, del hábito
literario?
Uno podrá extenderse en causas que hacen posible dicha hecatombe.
Yo lo he hecho en mi último ensayo titulado Prefería no leer. Valores
“desagradables” de la lectura (Editorial Pamiela) donde ahondo en una
cuantas causas, pero, al final, llegas a la conclusión de que cada persona es
un itinerario irrepetible, tanto para el bien como para el mal. Que no existen
fórmulas mágicas ni materialistas. Pueden crearse condiciones favorables
objetivas para su cultivo pero nada garantizará su éxito absoluto. Lógico, si
tenemos en cuenta que la especie a la que pertenecemos es muy variada y tiene
costumbres muy diversas para llenarse los orificios de su felicidad más o menos
inmediata.
Además de profesor, usted es padre, tío... ¿Cómo traslada todo
esto al ámbito familiar y cómo es su relación con los colegas que enseñan a su
familia?
La verdad es que estoy libre de tales situaciones horrorosas. Pues
dar consejos a los propios familiares es lo último. De ahí que rehúya hacer de
padre o confesor lector que oriente las lecturas de mis sobrinos. Cuando lo
hacen, les digo: “¿Por qué quieres que tu hijo lea si tú no lo haces?”. Y
cuando te responden que la lectura es muy buena para la salud, les respondo del
mismo modo: “Entonces, ¿tú, por qué no lees?”. Las razones que te sirven a ti
rara vez sirven a los demás. Aquí, como
en todo, hay que lanzarse y explorar, experimentarlo todo y quedarse con lo que
consideras bueno. Y ello sin absolutos.
Antes hemos mencionado las “lecturas obligatorias”. En el caso de
que existan ¿Qué debe valorar un padre o una madre del listado de estas obras
que le pasa su hijo y cómo saber qué puede faltar en su formación como lector?
Los padres tienen que olvidarse rotundamente de esa perspectiva
didáctica, que dejen de pensar en que si tal o cual lectura desarrolla en el
cerebro de su hijo esta o aquella competencia lectora o un amor por las
tortugas en período de extinción. Jamás supediten la lectura a ese tipo de
valores. Lo vienen haciendo los maestros y los resultados no pueden ser más
perniciosos al pasar de primaria a secundaria.
La lectura se hace, no se dice. Lo que sucede en el interior de
cada cuando lee es difícil de comunicar. Las razones que te llevan a alabar un
libro pueden ser las razones que llevan a otro a denigrarlo.
Se lee para pasárselo bien, para jugar con las palabras, con los
personajes y con las tramas que se establecen entre ellos. Los padres que
reproducen el mismo esquema de explotación lectora escolar en casa no están
haciendo ningún favor a sus hijos. Al contrario, los están precipitando por la
sima de los futuros no lectores. En casa hay que ir a los libros por el
conducto de la oralidad y del afecto. El resto, sobra.
Y ligado o no con la pregunta anterior, ¿cómo recuerda sus inicios
lectores, sus mentores, su descubrimiento de bibliotecas generales o privadas,
etc.?
Nunca he tenido mentores. Ni nunca me hablaron de la competencia
lectora, ni me obligaron a leer, ni todo lo contrario. La lectura no tenía
ninguna importancia en la época en que yo era un niño. En la escuela no había
libros, solo enciclopedias. Me he convertido en lector compulsivo porque lo era
desde niño. Sin más explicación. Estoy convencido de que tal inclinación la
llevo incrustada en el chip de mi ADN.
No le voy a pedir un canon de la literatura, pero sí algunas
propuestas de libros que por experiencia doméstica o capricho íntimo le
gustaría recomendar a otros padres para su lectura en casa para la franja de
edad que manejamos aquí, de 4 a 12 años.
Las lecturas que podría recomendar se han hecho viejas para los
lectores actuales. Mi canon lector pertenece al Cretácico, por lo tanto nada
recomendable. En cualquier caso, he aprendido que en las edades tempranas lo
más importante no son los libros que se puedan leer o no. Con el alumnado
ocurre lo mismo. Resulta mucho más decisivo el aprendizaje de la lengua para
hacerte lector que cualquier campaña al aplauso. El acercamiento al lenguaje es
la clave para despertar una propensión positiva hacia los libros. Hoy día ese acercamiento
es deplorable en casi todos los ámbitos sociales en que vivimos. Ya no digamos
en las redes sociales, cada vez más redes y menos sociales y sociables.
La clave está en lo que los padres cuentan a sus hijos y, sobre
todo, en cómo lo cuentan. Y, desgraciadamente, dados los artilugios
tecnológicos existentes el abismo entre esa palabra y el oído/corazón de los
niños está cada día más distante. En cuanto a la edad de la adolescencia, lo
más importante es no ser unos pelmas, no darles la turrada de que tienen que
leer, de no caer en la fácil tentación autoritaria y paternalista consistente
en enfrentar lo bueno que es la lectura y lo malo que es el móvil, lo bueno que
es leer y lo malo que es ver tanta televisión o tanto ordenador…
El maniqueísmo nunca ha sido saludable para el cuerpo. Sin olvidar
que hoy en día los buenos libreros siempre saben qué aconsejar para cualquier
dolencia del alma. Eso sí, si la gente va buscando en la lectura soluciones a
los problemas que no crea la lectura, tengan cuidado. Pues están convirtiendo
la lectura en un producto farmacéutico. Pero, desengañémonos, las dolencias del
corazón no las cura un Harry Potter ni la saga de Crepúsculo o
cualquier libro de María Dueñas… Y, si se han curado, estaría bien que contaran
cómo ocurrió dicho milagro.